El falso techo del pasillo no pasaba muy desapercibido pero nunca nadie imaginó que escondía algo así. Al apartar la tabla de madera notó como caía desde arriba un aire viciado de polvo, asfixiado por el tiempo y la quietud. Fue precisamente en ese instante en el que empezó a arrepentirse de sus ataques de curiosidad e hiperactividad de medianoche.
Buscaba un sitio donde guardar el somier que sobraba en el piso después de la reciente adquisición del último modelo que había hecho su compañero de piso. Aquel altillo parecía el sitio perfecto, pero antes alguien tenía que descubrir que había allí, si es que había algo, y si cabría el somier.
En cuanto apartó del todo la tabla trató de echar un vistazo rápido sin pensar demasiado en que tipo de cosas podría encontrar. Sólo necesitaba encontrar el espacio suficiente y de momento aquel vacío gris resultaba prometedor, polvoriento, pero prometedor. Pero algo le llamó la atención. Justo detrás suyo, al principio del altillo, había varias botellas de plástico, unas rojas y otras blancas, con un diseño de botella de suavizante antigua y un nombre desconcertante, “Zivit”. No pudo evitar la tentación ni la curiosidad y comprobó de inmediato que las botellas, totalmente llenas, eran de detergente multiusos para el hogar. Curioso, sin duda, aunque no despertó en absoluto su entusiasmo. Decididamente esas botellas iban a quedarse ahí durante bastante más tiempo. Muy seria tendría que ser la emergencia para que acabase echando mano de ellas.
Entre las botellas había una caja de cartón que parecía contener baldosas aunque para decidir sobre su contenido tuvo que palpar a ciegas porque estaba demasiado alta y no llegaba a ver nada ni poniéndose de puntillas sobre aquella quejumbrosa silla. Sí, sin duda estaba llena de baldosas, pero encima de ellas había otra caja más pequeña.
Era una caja amarilla de cartón que fácilmente podía haber sido la caja de unas zapatillas de deporte. Estaba cerrada, y nada resulta más intrigante que una caja cerrada en un rincón de una casa extraña, sobretodo cuando tiene escrito a mano y subrayado con un rotulador verde “Recuerdos Manolo”.
Lo leyó varias veces, como dándose tiempo para imaginarse lo que podría haber dentro, hacer crecer la fascinación y porque negarlo, para darle cierto dramatismo al momento. Cogió la caja con sumo cuidado, con respeto religioso. A saber que reliquias podría encontrar dentro. A saber qué significaba lo que ahí hubiese para Manolo. A saber.
Desde el momento que notó que la caja no pesaba en exceso ya sintió la ligera desilusión de que no iba a encontrar gran cantidad de cosas, pero pese a todo la intriga seguía siendo arrebatadora. Cuando la abrió sobre la silla vió sorprendido entre un montón de papeles viejos y un par de cajas con colgantes y recuerdos unos zapatitos marrones de bebé. Parecían muy rudos y toscos, hechos quizás de piel e hilo negro, pero por alguna razón le pareció algo sacrílego cogerlos y sacarlos de la caja. Por eso se dedicó enseguida a los papeles que amarilleaban ordenados en el lado de la caja.
Recordó con dulce placer la emoción con la que revolvía los cajones de la casa de sus abuelos buscando alguna esquirla de recuerdos anotados en hojas, algún documento curioso con el que imaginar secretos insospechados o cartas de un tiempo pasado escritas y dedicadas a personas que conocía pero que ya no eran las mismas que entonces. Se trataba de buscar el billete de ida a los pasados remotos de las personas que quería pero que a penas conocía. En esta ocasión la emoción no era muy distinta, aunque no conociese a las personas sobre las que pudiesen hablar aquellos papeles por alguna razón sabía que en esta ocasión nada evitaba que encontrase algo sorprendente.
A primera vista no parecía nada extraordinario. La mayoría de los papeles eran notas y boletines del colegio al que iba Manolo en aquella isla allá por mediados del siglo pasado. No era mal estudiante, al menos por las notas de conducta y comportamiento parecía un chico tranquilo pero tampoco era demasiado brillante con las notas. De hecho al parecer llegó a tener dificultades para pasar un curso aunque en septiembre aprobó por los pelos. A medida que avanzaban los meses de aquel año el tono de las notificaciones que enviaba el profesor a sus padres resultaba más apremiante. Todas las notificaciones fueron firmadas por su madre, mencionando al padre ausente. En la última nota el profesor esperaba que el esfuerzo que habían hecho mereciese la pena y que no pasase de curso en balde.
Manolo logró el título de bachiller y ahí acaba el registro de documentos escolares en la caja. De ahí saltaba a dos sencillas y hermosas invitaciones para el bautizo de su hijo, Manolo también, que presumiblemente sería el autor de los dibujos y garabatos de las hojas que seguían. Eran hojas muy finas, como de papel de cebolla, y la mayoría de ellas estaban pintadas con colores vivos y una caligrafía primeriza. Entre todas llamaba la atención una carta dedicada a su padre, perfectamente doblada y escrita de un solo trazo con lápiz, juntando las palabras unas con otras y haciendo que su lectura resultase realmente difícil. Le explicaba a su padre que tanto él como su madre y sus hermanos habían estado enfermos pero que ahora ya estaban mejor. Si hubiesen sido las palabras de un adulto habría pensado que tenían un fondo de tristeza, pero siendo las de un niño resultaba realmente difícil pensarlo sin sentir un escalofrío de inquietud.
El auténtico tesoro de aquellos papeles era una carta a sus majestades los reyes magos escrita con bolígrafo y algunos tachones por un Manolo que no tendría más de ocho años. Pedía una escopeta y un coche que fuese a pilas, un carricoche para su hermana Isabelita, y para su hermanito Jose Carlos un avión y cochecitos que no se rompiesen. Para sus padres también pedía directamente "algunos regalos", siempre y cuando les fuese bien traerlos. Comentaba además como le había dicho a su madre que los tres serían muy buenos y que si eran malos podían llamar a los angelitos para llevarse los regalos de vuelta.
Volvió a dejar los papeles en la caja sin dejar de sonreir, y entonces reparó en el trozo de madera oscura que antes le había parecido una horma de zapato. Al cogerlo se dio cuenta de que un clavo bastante grande lo atravesaba junto a otros trozos de madera y que sorprendentemente hacían las veces de puesto de mando de aquel trozo de madera que con aquella alcayata clavada en la proa era sin duda el mejor buque de guerra que se ha visto a este lado del mar. Ese barco improvisado era tan feo que era hermoso, y rezumaba tanta imaginación que no podía ser nada más que el barco más fantástico jamás construido. Todo un referente para la ingeniería naval que reposaba desde hace años en aquella caja de cartón amarilla guardada del olvido en el altillo improvisado sobre aquel falso techo de madera.
Y ahí sigue ahora, sobre la misma caja con baldosas, y el mismo polvo gris que con tanto esmero han ido dejando los años. Sigue ahí tal como la encontró, aunque ahora algo ha cambiado porque ahora sabe que ahí están los “Recuerdos de Manolo”.
PD2: Si alguien sabe algo del detergente ese Zivit que lo diga, se agradecerá enormemente.
4 comentarios:
Un bonito relato para una tarde no tan bonita.
"Se trataba de buscar el billete de ida (...)". ¡Jaja! Real como la vida misma, ¿verdad Prometeo? ;)
B.
Presidencia; Ouch! tocado y hundido, menudo golpe bajo. Me lo apunto, pero que sepas que quien rie último ... ;-)
Lo de la tarde que no sea nada.
Pues un dia conocí a ese Manolo en persona. Un hombre de trato amable. Mejor no cuelgues una foto del barquito, preservemos la intimidad de sus recuerdos. En este piso hay más de un rincón secreto...
Vaya... que gran historia, me suena un poco a Amelie. Ahora tienes que buscar al tal Manolo y devolverle su tesoro.. ;)
Besos
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