Esa es la distancia que nos separa de dejar de estar. Un suspiro. Un instante. Nada más.
Toda una vida se desvanece en un suspiro, y el universo sigue girando, sin darse un respiro ni parando ni un momento para contemplarlo.
A veces es un instante multitudinario, inesperado e indeseado. Y otras veces es un instante que anuncia su llegada durante meses, extendiendo su amenaza con paso tan firme como inmesericorde. En cualquiera de los casos es inútil que te gires buscando a quien gritarle a la cara la rabia que te arranca del alma tanta impotencia; no lo intentes, no importa, porque no hay nadie que escuche, nadie a quien culpar.
Te planteas todas las cosas que le dirías a alguien querido antes de morir. Todas esas cosas que quieres decirle antes de que se vaya, las cosas que quieres que sepa, que quieres que se lleve consigo. Quizás es algo egoista, porque en cierta forma esperas que esas palabras le acompañen en su viaje, pero sobretodo lo que quieres es evitar que esas palabras se conviertan en una carga para el resto de tu vida, por no haber sido dichas.
Pero a la hora de la verdad no puedes. No puedes hablar de la muerte con una persona que se está muriendo a no ser ella misma lo mencione. Y no la mencionará mientras tenga ganas de vivir la vida que siente que aún tiene por delante, o por lo menos desea tener. Llamadlo miedo, llamadlo cobardia, o simplemente desesperación, pero nadie puede culpar a la gacela de no querer mirar atrás en plena huida.
En esta sociedad, en la que vivímos totalmente de espaldas a la muerte y la decadencia, el final de la vida se nos antoja como un vacio que nos aguarda tras un muro que tarde o temprano tendremos que trepar. No tenemos ni respuestas ni herramientas para enfrentarnos a un absurdo como es dejar de existir. La religión occidental fracasó en su intento de convencernos de sus teorías balsámicas al caer bajo sus propias incongruencias. Un ser omnipotente que todo lo perdona, pero no tolera las transgresiones de un código moral que atenta contra la esencia misma del perdón y el amor que dice profesar. Y el resto de las religiones nos quedan demasiado lejos, no ya para comprenderlas, sino para sentirlas con convencimiento.
La vida nos arrastra a estas situaciones y nos obliga a replantearnos muchas cosas. El absurdo de desaparecer, sin más, resulta demasido vacío, demasido doloroso.
"Dios no existe, pero es necesario" venía a decir Kierkegaard.
Habrá quien diga que eso es cierto porque nunca hemos vivido sin un dios, así que no somos capaces de contemplar la vida sin ese "algo más". Y no me vale que pienses en la realidad de la muerte desde la comodidad de tu sofá. No. De la muerte solo hablamos en serio cuando le miramos a los ojos, frente a frente.
Todo esto para decir simplemente que no me atrevo a despedirme de ella, ni de su vida ni de su sonrisa. Que en los días que quedan no me atreveré a decirte lo que quiero, porque se que tiene miedo, y que ese muro se antoja demasiado frio y demasido duro como para hablar de él si tú no quieres hacerlo. Que querría estar ahí y ayudarte a hacer más ligero el viaje, pero no sé como. Que si lo pienso cuensta encontrarle sentido a todo esto, porque en el fondo no quiero creer que te vayas a ir a donde se van los suspiros. Que solo me dejas con las promesas que te he hecho e historias que no irán a ningún lugar. Que mi vida se volverá más vacía, y más complicada sin ti. Que somos pocos y ahora seremos menos. Y que no sé si tengo derecho a decirte cuanto te echaré de menos cuando te vayas.
Todo esto para decir "Joder, no hay derecho". Y da igual a donde mire, no habrá respuesta.
Cada día comprendo menos la vida, pero mejor la muerte. Porque importa más encontrarle el sentido a la segunda, que a la primera, ya que seguramente no lo tenga.
Todo esto para decirte otra vez que sí, que haré lo que pueda para cumplir mi promesa.