Recuerdo el trampolín de hormigón elevándose por encima de la piscina, con su textura rugosa y su evidente pesadez. No parecía imponente, sólo era grande y tosco. Recuerdo a los chicos mayores saltando desde el trampolín más alto cogiendo aire y fuerza para saltar en un alarde de algo que no alcanzaba a comprender. Desde abajo parecía un reto un tanto ridículo, algo que no justificaba tantos aspavientos ni ese dramatismo reafirmante del género o de la edad.
Sólo era saltar. Sólo era eso. Dejarse recibir por el agua que seguro que esperaraba abajo, tan fresca y mansa como se veía a ras de suelo. Ni volteretas ni piruetas imposibles. Sólo tenías que saltar, y elegir si caías de cabeza o de pié. Subir, y saltar.
Cuando subías al más alto, por aquella escalerilla, agarrándote a la barandilla, tu seguridad se iba desvaneciendo paso a paso, escalón a escalón. Al llegar arriba descubrías que el agua ya no parecía muy distinta de una plancha de cemento, y que la altura nunca es absoluta, sino que depende desde donde se mida. En ese momento no es que entendieses los aspavientos, ni el dramatismo, sino que simplemente no entendías como nadie podía saltar desde ahí.
Sólo saltar. Quizás dejarse caer.
Por un momento sopesas la posibilidad de sentarte en el borde, como si dos palmos fuesen a marcar alguna diferencia. Incluso miras atrás para descubrir que aquella escalera sólo estaba pensada para subir y no para bajar. En el peor de los casos hay una cola de gente detrás tuyo con las ideas bastante más claras, esperando que tus dudas revaloricen su futura azaña. Pero al final todo se reduce a tener que elegir entre tus miedos cual vas a dejar en lo alto del trampolín, y cual te llevará abajo.
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