Duele decir adiós, pero más duele no poder llegar a decirlo decirlo.
Porque las palabras que más duelen son las que quedan por decir, las que nunca podrán llegar a ser dichas, y las que nunca podrán llegar a ser escuchadas.
En momentos así no puedes hacer nada, ni mucho menos encontrar respuesta alguna. No hace falta preguntarse porqué, ni plantearse la justicia del hecho. Tenía 92 años y vivió los últimos cuatro de prestado. Hoy se ha ido, y yo no consigo recordar la conversación que tuvimos ayer.
Habrá quien con sorna dirá que morirse es difícil, nos lleva toda una vida hacerlo, pero vivir como vivió mi abuelo se me antoja más difícil aún.
No hay nada heroico en morirse, pero es más jodido aún para quienes se quedan vivos y haciéndose preguntas que no sirven de nada.
En momentos así parece que te pesa la soledad, pero lo que de verdad duele es la distancia. La soledad no es mala, es ficticia porque la gente a la que quieres sigue estando ahí de alguna u otra forma, pero la distancia es insalvable. Distancia a momentos que no puedes compartir, distancia a la tristeza compartida en un ritual que no tiene porque tener sentido pero que en cierta forma hace falta. Distancia de la gente a la que en cierta forma le harías falta, la única gente que en un momento así te puede ayudar.
Nada nos prepara para la muerte, salvo la propia vida. Y si yo pudiese vivir la mía como la vivió mi abuelo creo que moriría en paz. Aunque me fuese con ganas de ver más como él se ha ido.
El problema no es que no pueda estar allí hoy, sino que no pueda estar allí ayer. Ahora ya no se trata de él, sino de los demás.